Escribir es contar una historia. Escribir poesía es contar la propia historia. La pulsión de la escritura se cuece en un cosmos que pide sacar a la luz quiénes somos y de dónde venimos. Cuando Francisca Aguirre (Alicante, 1930) recibió su primer reconocimiento poético ya contaba con 42 años a sus espaldas, un matrimonio, una hija, una guerra civil y el asesinato de su padre por el régimen franquista.
El olvido orilla la violencia que tantas familias, como la suya, sufrieron entonces. Por eso a Francisca nunca se le ocultó la verdad. Los fascistas mataron en 1942 a su padre, el pintor Lorenzo Aguirre y eso hace temblar el suelo de toda una familia que termina trasladándose a Madrid para vivir en un piso que alquila su abuela en Chamberí y que más tarde se encargará de llenar de libros junto a Félix Grande. Ella lo llama “refugio de nuestra familia”.
LOS FASCISTAS MATARON EN 1942 A SU PADRE, EL PINTOR LORENZO AGUIRRE Y ESO HACE TEMBLAR EL SUELO DE TODA UNA FAMILIA QUE TERMINA TRASLADÁNDOSE A MADRID PARA VIVIR EN UN PISO QUE ALQUILA SU ABUELA EN CHAMBERÍ
Gran parte de la poesía de la autora es un canto a la memoria de su padre y a las palabras de su madre: “tienes que saber que a tu padre lo matan injustísimamente, que fue un asesinato como el de muchísimos otros”. El rencor y el odio no sirven para nada, pero el olvido es mucho peor. Francisca tenía que contar de dónde viene su familia y quién era su padre: hablar para que este tipo de atrocidades no vuelvan a repetirse. Pero no tenía prisa y el pulso de su mano era firme. Escribía cuando le atizaba el asunto. Quería recuperar la memoria y que nunca se separara de su mano.
Francisca le da voz a su padre y a su familia, pero también a Penélope. En Ítaca, poemario e isla, su historia se conjuga con la del personaje mítico. La palabra es el telar en el que se transforma el destino de ambas, las dos cansadas de esperar. “Soy para él peor que una traición, soy tan inexplicable como él mismo”. Décadas más tarde, la poeta recordará estos versos y el sentimiento que los originan: su vida cuenta tanto como la de su compañero. Reescribir el mito para fortalecer la relación con una misma y con el mundo, para darse y darnos voz.
Hay herramientas que nos ayudan a explorar lo que nos da forma, un autoconocimiento que arroja luz al camino que hemos recorrido. Para Francisca, esa herramienta es la poesía y con ella cincela su historia. Con la poesía se cantan nanas que duermen desperdicios, como el de la tristeza; con la poesía se le hace frente al distanciamiento o a la soledad.
“La vida nos obliga un poco a ser lo que somos”. Francisca Aguirre es naturalidad, humildad y sencillez, pero también fuerza, seguridad y un certero sentimiento de colectividad. La constancia de las mujeres que saben que cuanto más juntas estemos mejor nos irá, asegura.
LAS CANCIONES, LAS NANAS Y LOS POEMAS SE ESCRIBEN Y CANTAN PARA BALANCEAR LA ALEGRÍA, LA TRISTEZA Y LA SOLEDAD
Las canciones, las nanas y los poemas se escriben y cantan para balancear la alegría, la tristeza y la soledad. Escribe de paseo, en un banco, con una libreta y un bolígrafo. Cuando le apetece, sin horarios ni arrepentimientos. La sencillez también se traslada a la hora de utilizar papel y lápiz. No hay inseguridad al escribir porque quién sino ella iba a relatar su propia vida y la de los suyos. Las odas al padre, el relato de la infancia, las preguntas al marido. Una Penélope que ha dejado de esperar y se adivina a sí misma.
NEREA CAMPOS GODOY
PAISAJES DE PAPEL
Aquella infancia fue más bien triste.
Ser niño en el cuarenta y dos parecía imposible.
Nuestra niñez era una mezcla de comprensión y aburrimiento.
Éramos serios y aburridos.
Recuerdo aquellas tardes; eran como el mundo era entonces:
sin resquicios y tristes.
Veo a mis pocos años observar con ahínco,
tras el cristal opaco, la calle larga y gris;
el sol estaba lejos y era lo único barato,
lo único que traía alegría sin exigirnos nada.
Veo a mi niña, adulta y consecuente
con un programa bien trazado:
crecer, crecer muy pronto, darse prisa
—ser niño era una carga demasiado pesada
para nosotros y para los grandes—.
Solo en verano el mundo parecía asequible,
durante tres o cuatro meses saltar, correr, era la vida.
Lo gris volvía siempre muy pronto.
Un día amanecimos lentas, crecidas,
llenas de miedo, de presente.
Buscábamos palabras en el diccionario
con el afán de comprenderlo todo:
necesitábamos hacer lenguaje.
Algunos nos miraron con asombro,
decían que éramos inteligentes.
Nosotras, durante los dolientes domingos
dibujábamos inseguros paisajes.
Durante mucho tiempo ésas fueron todas mis excursiones.
Salir a un campo que no fuera pintado
suponía gastar unos zapatos.
Salir, salir, ese era el sueño,
abolir a las trenzas, inaugurar la barra de labios:
¡mi reino por un trabajo!
¿Cómo rendir ahora un homenaje a aquellos días?
¿Cómo añorarlos sin desconfianza?
Se arrugaron, igual que los paisajes de papel,
mientras crecíamos hacia este desconsuelo que hoy nos puebla.
LA BIENVENIDA
Ha vuelto. De nuevo está sentado a la mesa.
Muy breve es el diálogo. Pues
la historia de Ítaca se resume en lo cotidiano.
En su mirada yo escucho sin embargo
respuestas como el mundo.
A mi mesa se sientan Circe con sus sirenas,
Nausícaa con su juventud.
Con él están como una nostalgia
que fuera ya una culpa
las vidas y los rostros de las que amó,
el encanto implacable de cuanto arriesgaba
y la alegría de una entrega
más allá de sentimientos y moral.
Ha vuelto. No sabe bien a qué.
Pues más que a morir le teme a envejecer.
Sospecha de la calma como si contuviera un virus.
Soy para él peor que una traición:
soy tan inexplicable como él mismo.
FRONTERA
A Ana Rosa y José María Guelbenzu
Yo, que llegué a la vida demasiado pronto,
que fui -que soy- la que se anticipó,
la que acudió a la cita antes de tiempo
y tuvo que esperar en la consigna
viendo pasar el equipaje de la vida
desde el banco neutral de la deshora.
Yo, que nací en el treinta, cuando es cierto
-como todos sabéis- que nunca debí hacerlo,
que hubiera yo debido meditarlo antes,
tener un poco de paciencia y tino
y no ingresar en ese tiempo loco
que cobra su alquiler en monedas de espanto.
Yo, que vengo pagando mi imprudencia,
que le debo a mi prisa mi miseria,
que hube de trocear mi corazón en mil pedazos
para pagar mi puesto en el desierto,
yo, sabedlo, llegué tarde una vez a la frontera.
Yo, que tanto me había anticipado,
no supe anticiparme un poco más
(al fin y al cabo para pagar
en monedas de sangre y de desdicha
qué pueden importar algunos años).
Yo, que no supe nacer en el cuarenta y cinco,
cometí el desafuero, oídlo,
de llegar tarde a la frontera.
Llegué con los ojos cegados de la infancia
y el corazón en blanco, sin historia.
Llegué (Señor, qué imperdonable)
con nueve años solamente.
Llegué, tal vez al mismo tiempo que él
pero en distinto tiempo.
No lo supe.
(Oh tiempo miserable e injusto).
Estuve allí -quizá lo vi-
pero era tarde.
Yo era pequeña
y tenía sueño.
Don Antonio era viejo
y también tenía sueño.
(Señor, qué imperdonable:
haber nacido demasiado pronto
y haber llegado demasiado tarde.)
Ensayo general (Calambur, 2018)
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